domingo, 26 de marzo de 2017

ITV ( Segunda parte)

Bueno, hoy tengo la segunda cita con la ITV- ITP, - ya dije que la iba a llamar siempre así -, salgo de casa a las 14:22 p.m., tengo la cita para las 16:11 p.m., pero como no sé el estado de las puñeteras obras que me encontré la semana pasada, salgo con tiempo, y muy preparada. Me he grabado el mapa en el móvil, no voy a caer otra vez en llamar a mi madre, la dejaré hablar a gusto con mi tía Maruchi. Entro en el ascensor sabiendo de sobra que segundas partes nunca fueron buenas – para muestra, un botón: Tiburón 2 - y, por ende, que no hay dos sin tres, - aunque eso no funciona para lo bueno, hay que joderse -. Claro que teniendo en cuenta que voy a pasarle la revisión a un coche que tiene 21 años y es diésel, me llevo el premio seguro.
Mi coche se llama Goya. Le he puesto nombre a todos los coches que ha habido en mi casa desde que tengo uso de razón, es uno de los efectos colaterales de ser hija única, yo lo denomino “carencia fraternal” o puro aburrimiento, depende de la edad. El primer coche se llamó Bond, su matrícula era 0007-B, - obvio el nombre -, ya sé que le sobra un cero, ya, pero cuando tienes seis años eso es algo irrelevante. Después tuvimos un Seat 127 blanco, al que llamé Huevo Sediento, porque cada doscientos kilómetros había que echarle agua, pero en su favor diré que entrábamos seis adultos y cinco niños, - eran otros tiempos - la abuela se volvía andando de la playa, le gustaba pasear y pararse con todo el mundo, a veces llegaba a casa a las once de la noche, muerta de sed, - lo normal después de tanto palique -. Luego compraron un Ford Escort rojo, al que llamé Margarito, que con el tiempo se volvió naranja, es lo que tiene el salitre, que es el precio que pagas si vives frente al mar. Y por fin tuve mi primer coche, un Nissan Micra verde pato, monísimo, le llamé Felipe por un perro que tuve en mi adolescencia, que estaba como una regadera, el perro, no yo, bueno yo también, pero eso no viene al caso. Al perro, que era un pastor alemán con las patas muy cortas, le puse ese nombre por amor, por amor a uno que vivía en mi calle que se llamaba así, que era Dj y no sabía, sabe ni sabrá jamás de mi existencia. Y, por último, vendí a Felipe y compré a mi Goya. Ese año se celebraba por todo lo alto el aniversario del nacimiento del pintor, y de tanto escuchar el nombre, se lo puse al coche.
Pero volvamos al presente. Salgo del garaje, subo la cuesta y me meto en la autovía. Es entonces cuando decido mirar por el retrovisor, necesito cerciorarme de que el jodido Murphy no está en el asiento de atrás. Pues no, hoy le va a dar por saco a otro, ¡se siente! Hace unas semanas me hallaba yo tan feliz, pensando que Murphy era inglés, - a ver, si te llamas Edward eres inglés, no jodas, si es el nombre favorito de su casa real -, pero no, es americano. A la porra mi felicidad, yo que pensaba abrir una petición en change.org, para que con eso del Brexit se lo llevaran a la isla para que lo disfrutaran sólo ellos y no saliera jamás de allí. Pero no, una pena.
Entonces me acuerdo de Miss Simpatía, o sea, la mascadora de chicle seco. ¿Y si se ha quedado con el número de mi matrícula?, ¿podrá esta encantadora muchacha conseguir que me echen para atrás en la revisión y tenga que volver otro día? ¡Porras, qué intriga!
Dejo volar ese pensamiento y me centro en la carretera, que ya sé que cuando voy a lo walking dead nunca llego bien a ningún sitio. Entro en el polígono y, mira por donde, hoy no hay obras, han desaparecido, otro fenómeno paranormal. Así que consigo llegar a mi destino sana y salva. Nada más aparcar, porque he encontrado sitio a la primera, - no te jode, si es la hora de comer -, me suena el móvil. Mi madre, que me pregunta jocosa:
- ¿Has llegado bien?, que sepas que tengo a mano todos los teléfonos de emergencia por si acaso. Te quierooooo.
Y me cuelga, - qué humor más raro tienen las octogenarias -.
En fin, salgo del coche y me dispongo a disfrazarme para pasar desapercibida, por si me vuelve a enfilar la simpática-cansada-de-vivir-que-masca-chicle. Me pongo una gabardina que llevo en el maletero, me la abrocho hasta arriba, - esto sería normal si no hiciesen 28 grados -, me recojo el pelo en una coleta y busco en el bolso, - mi bolso, al igual que el Maletín Multihobby de Feber, no tiene fin. Apuesto lo que quieras a que, si rebusco un poco, encuentro El Santo Grial, los restos de Cervantes y la virginidad de Marujita Díaz -, saco unas gafas que me regalaron hace años y que nunca he usado porque son muy chic, in, fashion y cool, pero tienen unas lentes que darían sombra a la mitad del planeta. Son perfectas para esta ocasión. Allá voy.
Entro en esa ITV-ITP, que es una mezcla entre una lonja de pescado y una oficina de empleo. Me voy directa a la máquina, busco mi matrícula y saco el tíquet. Cuando me giro me está mirando todo el mundo, - lógico, me hallo dentro de una sauna finlandesa portátil, y soy una mezcla entre una exhibicionista y la hija secreta del Inspector Gadget -. Yo les sonrío mientras, disimuladamente, busco a la que me puede amargar la tarde. Ni rastro. Se habrá ido a comer salfumán. Entonces decido dejar de hacer la mamarracha y quitarme el incógnito de encima, - ufff, qué alivio -. Me pongo a mirar las pantallas, parpadeantes y llenas de colores, - a ver si me va a dar un ataque epiléptico, como con los dibujos esos japoneses -. Cuando me canso de tener los ojos entrecerrados, para evitar el ataque y por la miopía tardía que tengo, aparece mi matrícula. Mostrador 1. Me atiende una chica majísima. Yo estoy tan cegata que le entrego los papeles de mi perra. Ella se parte de la risa y me pide los del coche. Se los doy, me hace el papeleo y le pago. Le comento lo que me pasó la vez anterior y me dice que, si me hubiese acercado a preguntar al mostrador, me habrían pasado lo antes posible. Le cuento lo de su prima, la simpática. Ella se pone seria y me dice que no me preocupe que ya no va a venir más, ese fue su último día de trabajo, - maldito Murphy -.
Total, que salgo a esperar a que me avisen. A los diez minutos parpadea mi matrícula en el tablón gigante, tengo que pasar por la puerta 9. ¿Eins? Si sólo hay 8, - ¿a que la puerta 9 va a estar en la otra punta de este puñetero polígono? -. Pero cuando me estoy volviendo a cagar en todo lo que se menea, aparece de la nada el Príncipe de Beckelar, el que hace unas galletas riquísimas, y me dice que pase por ese lado.
¡Un momento! La puerta 9 no existe aparentemente. El mecánico que me ha tocado lleva el mismo peinado que el Príncipe de Beckelar y han tardado sólo 10 minutos en llamarme. A ver si esa puerta va a parar a una dimensión desconocida, y acabo viajando al pasado como Marty McFly en Regreso al futuro. Me intento calmar a mí misma, y me digo: “Alicia, has estado en muchas despedidas de soltera con tus amigas, y a las 3 de la mañana habéis acabado en tugurios muy raros, ya nada puede sorprenderte, estás preparada para todo”, - yo es que soy muy de hablarme a mí misma, es otro efecto colateral de ser hija única, practico mucho el soliloquio -.
Efectivamente, no pasa nada. Después de girar el volante como una posesa 300 veces, encender todas las luces, acelerar, frenar a tope y aguantar un poco de traqueteo, - eso no sé para qué lo hacen -, me dan la puñetera pegatina. Es la ventaja de tener un coche “A pelo”, sí, yo conduzco a pelo, sólo tengo dirección asistida y un radiocasete, ni cierre centralizado, ni elevalunas eléctrico, ni airbag, ni navegador, ni ABS, JTG, HJK, FDE, nada de nada. ¡Yo conduzco a pelo!
Por cierto, hablando de pelo. Lo que lleva el príncipe mecánico es una peluca, por lo visto a perdido una apuesta con un amigo, - una mierda de amigo pienso para mis adentros -. Y es que, a veces, las cosas no son lo que parecen.
Por fin me marcho a casa, con la pegatina roja del 18, escuchando a la petarda de la Lady Gaga, que me cae como el culo, pero me gusta su música, me da subidón. ¡Qué se le va a hacer!, es otra de mis paradojas musicales.
¡Au revoir, puñetero polígono!

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